martes, 9 de junio de 2015

¿Somos coherentes con nuestros valores?

Cada vez más, en los distintos ámbitos de la vida, hablamos de la importancia de los valores. Pero siempre me da la impresión de que no sabemos bien, de que estamos hablando.

Los padres se quejan de que en la escuela no se los enseña y los maestros critican a la familia porque los chicos no los aprenden en su la casa. En muchas empresas los definen, luego los olvidan, y más tarde se preocupan porque los empleados no los tienen. Todos nos damos cuenta de que algo no está funcionando, pero en vez de ponernos a reflexionar qué es lo que sucede, nos echamos la culpa unos a otros sin pensar.

En algunas escuelas portamos con orgullo la bandera de “enseñar valores”, pero no discutimos demasiado sobre lo que esto significa. Si realmente entendiéramos que es, ni siquiera lo plantearíamos así, porque lo que de verdad queremos no es enseñarlos, sino que los alumnos los aprendan y, como ya sabemos, la enseñanza y el aprendizaje son dos procesos diferentes y por lo tanto, no causales. Que exista enseñanza, no implica que se produzca un aprendizaje (aunque esto no nos guste mucho a los docentes) y que exista un aprendizaje, no necesariamente es el resultado de una enseñanza. En consecuencia, los valores no se pueden enseñar, se pueden ayudar a descubrir. En palabras de Ortega Gasset:

“Quien quiera enseñarnos la verdad, que no nos la diga.
Que nos sitúe de tal modo que la podamos descubrir nosotros mismos.”

En el ámbito empresarial, parecería (como dijo Albert Bosch en TEDxSantCugat) que el domingo tenemos unos valores y el lunes, cuando vamos a trabajar, nos los olvidamos. Entonces me pregunto, ¿qué ejemplo le damos a nuestros alumnos o hijos si decimos que nuestra familia es lo más importante y luego somos tan workaholics* que no compartimos ni un minuto con ellos? ¿Qué les transmitimos a nuestros colaboradores si les explicamos que el valor principal de la empresa es su bienestar y luego no somos capaces de brindarles unas condiciones mínimas de dignidad laboral?

Considerables problemas surgen, cuando lo que guía nuestra vida no son nuestros valores sino nuestras necesidades. Si por ejemplo, trabajo más horas al día para poder ganar más dinero, tengo que preguntarme: ¿Qué me impulsa a hacer esto? ¿La necesidad de comprarme más objetos materiales o el valor que le doy al éxito? ¿Esta decisión afecta el equilibrio de mis valores? ¿Si le dedico más tiempo al trabajo, descuido a mi familia y amigos? Porque si fuera así, tal vez estoy olvidando el valor que tiene, para mí, la amistad y el amor familiar (si es que estos fueran mis valores).

Para saber si somos coherentes entre lo que pensamos, hacemos, sentimos y decimos, primero es necesario que comencemos a pensar cuales son nuestros valores, qué hacemos para actuar de acuerdo a ellos, como nos sentimos respecto a nuestra actuación y que les decimos a nuestros hijos, alumnos o colaboradores.

Entonces, te propongo reflexionar en base a tres sencillas preguntas:
  1. ¿Qué es lo que más valoras?
  2. ¿Cuánto tiempo semanal le dedicas a aquello que valoras?
  3. ¿Qué es lo que guía tu vida? ¿tus valores o tus necesidades?
El primer interrogante nos permite ser más conscientes respecto a qué es lo que valoramos. El segundo, implica empezar a pensar que tan equilibrados (o desequilibrados) están nuestros valores respecto a nuestra agenda semanal. Y el tercero, nos permite reflexionar sobre las decisiones que podemos tomar para ser más coherentes y no subordinar nuestros valores a nuestras necesidades.

Con el artículo de hoy, no pretendo enseñarte valores porque es imposible creer que todas las personas tendremos los mismos y en la misma proporción. Tampoco aspiro a cambiar tu forma de pensar o actuar. Solo deseo que esta reflexión nos ofrezca una guía para descubrir o redescubrir los valores, para reflexionar si actuamos de acuerdo a ellos, para ser más conscientes de la importancia que tienen y de la responsabilidad que tenemos cada uno de nosotros desde nuestro rol (seamos padres, madres, educadores, jefes o colaboradores). Analizar que sentimos y cuál es nuestro discurso respecto a los valores será, sin duda, tema de otro post.
 
Si crees que tus hijos, alumnos, colaboradores o jefes deberían tener ciertos valores, recuerda que el primer paso es TU responsabilidad porque, como dijo Alejandro Jodorowsky: “Para cambiar el mundo es necesario comenzar por uno mismo.”

Y tu… ¿Ya has comenzado?
 
* Workaholics: adictos al trabajo

viernes, 27 de marzo de 2015

Aprender enseñando

El post de hoy tiene como objetivo brindar un “neuro-consejo*” para la enseñanza en función a la investigación realizada por William Glasser sobre ¿Cómo aprendemos?

Glasser propone una pirámide en la que indica que aprendemos:
 
Pese a que muchos docentes somos amantes de la lectura y “fieles seguidores” de la frase: “El que lee con placer, aprende sin querer”, pareciera ser que sólo… en un 10%.

Si bien siempre recomendaré leer, el post de hoy se centrará en la base de la pirámide: ese 95% que aprendemos, cuando enseñamos a otros.

Entonces si la mejor forma de aprender es enseñando… ¿Por qué no enseñan nuestros alumnos? Para ello, los docentes tenemos que ser capaces de:
  • Enseñar a enseñar: darles herramientas a los alumnos para que jueguen el rol de profesor.
  • Brindarles el espacio para enseñar: si queremos promover el aprendizaje en nuestros alumnos, hay que dejarlos enseñar, que sean ellos quienes hablen y no nosotros. Recuerde la frase: “El mejor maestro es el que enseña con la boca cerrada.”
Aprender enseñando

Glasser fundamentó, con su investigación, algo que muchos docentes ya sospechábamos: la magnitud de lo que se aprende cuando estamos enseñando.

Sin duda para poder enseñar tenemos que hacer muchas actividades intelectuales en forma previa: leer, entender, resumir, clasificar, practicar, probar, analizar, recordar, comparar, etc.

Pero además, para enseñar necesitamos desarrollar ciertas habilidades de la inteligencia emocional: escuchar, comunicar, empatizar, conocer y controlar las emociones propias, entre otras. Es por esta razón, que muchos profesionales no son buenos profesores, simplemente porque son eruditos en la materia pero ignorantes en las emociones y relaciones.

Enseñar siempre involucra emociones (alegría, motivación, miedo, angustia, etc.) y esto hace que se activen nuestras neuronas espejo (Para más info sobre neuronas espejo, click aquí). Es por esto que cuando comunicamos lo que sabemos, nuestro rendimiento aumenta.

¿Qué puede aprender el alumno enseñando?
Puede aprender a:
  1. Escuchar y responder consultas
  2. Comprender a los demás
  3. No juzgar a sus compañeros
  4. Ponerse en el lugar del profesor
  5. Relacionarse con todo el grupo
  6. Comunicar
  7. Todo lo que implica enseñar


En conclusión, según Glasser, aprendemos el 95% de lo que enseñamos a otros. Por lo tanto, es sumamente valioso brindarle un espacio al alumno para que pueda asumir un papel activo en su propio aprendizaje. Si le damos la oportunidad de que juegue el rol docente, el estudiante no solo puede adquirir conocimientos de la materia sino también habilidades de la inteligencia emocional. Obviamente que para ello, los profesores tenemos que tener una mentalidad abierta y una elevada disposición a “perder el control” de nuestra clase.

Y tu… ¿Estás dispuesto a asumir el riesgo?

*Neuro-consejos: llamo con esa denominación a las claves que brindaré para mejorar la enseñanza que se derivan de estudios de neurociencias aplicados a la educación (neuroeducación)

jueves, 12 de febrero de 2015

En busca de la concentración perdida

“No tengo tiempo… ¡para nada!” - “¡No puedo concentrarme!” - “No puedo estudiar… ¡me distraigo!”
¿Has dicho alguna de estas frases? Si tu respuesta es “sí”, probablemente te interese este post.

Primer paso: “Tengo tiempo… ¡para todo!”

Actualmente vivimos con una sensación continua de no tener tiempo para nada y es que sentimos que nuestras obligaciones y exigencias son cada vez mayores. “Tenemos” que trabajar para poder comprar todas las cosas que nos hacen falta (o creemos que nos hacen falta), hacer deporte o ir al gimnasio para mantener nuestro estado físico, comer saludable, dedicarle tiempo a la familia (sin descuidar a nuestros amigos), ser talentoso a los 30 años y a los 50 tener un cuerpo de 20! Y es que, pareciera que hoy estamos preocupados por lo que “debemos tener” mañana y mañana estaremos preocupados por tener el cuerpo que tenemos hoy. Y en medio de todo esto, corremos sin parar para poder tener el trabajo perfecto, la casa perfecta, la familia perfecta y hasta la piel perfecta. Con esa frase del Dalai Lama sobre el hombre occidental, yo me pregunto: ¿Estaremos gestionando bien nuestro tiempo presente?

Este “primer paso” pretende hacernos reflexionar sobre la cantidad y la calidad del tiempo que le dedicamos al trabajo. Y es que sabemos que nuestro tiempo es limitado y como todo recurso escaso, nuestro tiempo vale! Vale pero no cuesta… porque el tiempo es una de esas cosas, que el dinero no puede comprar (como diría una publicidad muy conocida). Entonces, debemos aprender a invertirlo bien.

En el libro de Bronnie Ware (enfermera australiana), uno de los cinco arrepentimientos que tienen las personas que se están por morir es: “Ojalá no hubiera trabajado tanto”. Entonces el desafío al que nos enfrentamos es: dedicarle menos tiempo al trabajo pero logrando mejores resultados, es decir, trabajar eficientemente.

Segundo paso: “¡Me concentro!”

Para trabajar eficientemente y desempeñarnos bien en una tarea que requiere cierta dificultad, necesitamos concentración. Goleman, en su libro Focus, define a la concentración como la capacidad neuronal de seleccionar un objetivo, ignorando un mar de estímulos en los que era posible enfocarse.

Para concentrarnos en una tarea debemos desarrollar dos habilidades o competencias básicas:
  • Metaconciencia: es la atención dirigida a la atención misma, es decir, sería darnos cuenta (mientras trabajamos) que nuestra mente está divagando, y que no estamos prestando atención a lo que deberíamos. Según Goleman, la metaconciencia es la habilidad de notar que no estamos notando lo que deberíamos y, corregir el enfoque.
  • Fuerza de voluntad: es lo que se necesita para desenfocarnos voluntariamente de un objeto de deseo, resistir las distracciones y mantenernos enfocados en un objetivo.
Tercer paso: “No me distraigo… ¡me desconecto!”

Como nuestro desempeño al realizar una tarea depende de nuestra capacidad de atención, tenemos que tratar de distraernos menos y atender más, es decir, desarrollar nuestra atención selectiva.

Mientras trabajamos concentrados, van apareciendo factores que nos distraen, que nos llevan a desenfocarnos de nuestro objetivo. Estas distracciones pueden ser:
  • Sensoriales: son aquellos estímulos que perturban nuestros sentidos, como pueden ser: los ruidos en el ambiente, el olorcito a comida, una persona que habla, etc. La típica culpa se la echamos a la mosca que vuela mientras intentamos estudiar.
  • Emocionales: son las relacionadas a nuestro caos emocional.
Mientras que a las distracciones sensoriales les podemos poner un fin más rápida y fácilmente (apago la radio o mato la mosca), a las emocionales tenemos que aprender a “combatirlas”. Y es que, lo más difícil de apagar no son los sonidos externos, sino los ruidos de nuestra propia cabeza.

Para no caer en distracciones emocionales, necesitamos conocer y controlar nuestras emociones. No puedo cambiar lo que siento pero sí puedo aprender a enfrentarlo mejor.

En palabras de Vikton Frankl, (psicólogo que sobrevivió en campos de concentración nazis):

“Si no está en tus manos cambiar una situación que te produce dolor,
siempre podrás escoger la actitud con la que afrontes ese sufrimiento”

Si tenemos un problema que nos genera tristeza o enojo, probablemente nos obsesionemos por encontrarle la solución rápidamente, pero mientras más nos centramos en el problema, más difícil es encontrar la solución. Esto es así porque la atención completamente enfocada produce fatiga mental y hace que aumenten las distracciones y disminuya nuestra eficiencia. Entonces, cada vez nos cuesta más concentrarnos y esto afecta negativamente nuestro rendimiento laboral.

Para poder volver a concentrarnos, para dejar a un lado las preocupaciones diarias y principalmente para acallar nuestra voz interior es esencial: desconectarnos.

Desconectarse sería el equivalente a distraernos pero conscientemente. Elegir el momento en que deseamos que la mente divague y no que la mente “vuele” cuando quiera, sin darnos cuenta.  

Desconectarse se refiere a descansar, visitar a un amigo, reírse de nuestros errores, subir una montaña, estar en contacto con la naturaleza, etc. Desconectarse regularmente es necesario porque restablece la capacidad de atención.

Entonces, resumiendo… La clave sería desarrollar la capacidad para concentrarnos en un objetivo, haciendo frente a las distracciones y dejando momentos para las desconexiones, trabajando más eficientemente para poder así, invertir mejor nuestro tiempo.

¿Y tú, sientes que inviertes bien el tiempo?

Para entender qué es la atención selectiva, lea el siguiente post: Dos interpretaciones de la atención.